miércoles, 9 de noviembre de 2011

Niceto Blázquez, O.P.

LAS SIETE PALABRAS DE CRISTO

LAS SIETE PALABRAS

Durante la Última Cena Cristo conversó íntimamente con los suyos más cercanos. Pero durante su agonía se impuso a sí mismo un impresionante silencio sólo interrumpido por unas exclamaciones lapidarias diversamente transmitidas por los evangelistas y que tradicionalmente son conocidas como las “siete palabras”. Helas aquí expuestas según el orden considerado por los expertos como el más probable.

“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 33-34). Cristo invocó a Dios como Padre ratificando indirectamente su coparticipación en la divinidad. Y suplica perdón para los dirigentes de Israel que eran los verdaderos responsables de su muerte, y no los judíos de a pie ni los soldados romanos que no sabían quién era Jesús y se limitaban a cumplir las órdenes de sus superiores. En realidad no es que las autoridades de Israel no supieran quién era Jesús. Habían seguido muy de cerca sus pasos y estaban puntualmente informados de lo que hacía y decía. Cristo se limitó a pedir misericordia para ellos teniendo en cuenta su pasional ceguera para ver a Cristo con objetividad y realismo. En este sentido se expresó después S. Pablo (1Cor 2,8) cuando matizó que si las autoridades judías hubieran actuado sin pasión y conocimiento de causa Cristo no habría sido crucificado. Es verdad que el populacho pidió a gritos que fuera crucificado pero no sólo lo hicieron algunos después de haber sido manipulados y provocados por las autoridades. Cristo no los miró con odio como tampoco los insultó ni trató de escapar. Sufrió y se quejó dulcemente como un humilde mortal que se entrega a la muerte por amor a los mismos que le condenaban (Jn 15,22-24). Por ello no pidió venganza para ellos sino excusas, con lo cual condenó indirectamente el placer de la venganza y ratificó con su ejemplo lo que había formulado de palabra: “amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen (Mt 5,44).

Sería una insensatez pensar que Cristo, al perdonar a sus propios verdugos, legitimó de rechazo la pena de muerte de la que él mismo era víctima. El perdón del acto criminal, por el contrario, presupone que tal acto es malo por más que su autor sea disculpado y eventualmente perdonado. Perdonar a una persona no significa aprobación de sus malas acciones sino renunciar a devolver mal por mal. Jesús perdonó a las autoridades judías pero no las eximió de responsabilidad ante Dios y la historia. Jesús sufrió además el sarcasmo: sálvate a ti mismo y a nosotros. A otros pudo salvar… si eres el Mesías… y todo lo que ya conocemos. ¿Respuesta de Jesús? Ni caso. Al sarcasmo respondió con el silencio. Nosotros, en fin de cuentas, comentó el compañero de patíbulo, indignado por el trato sarcástico dispensado a Jesús, somos ladrones y legalmente nos lo hemos ganado. En nosotros se cumple la justicia y recibimos el castigo merecido. Pero éste nada malo ha hecho. Al oír estas palabras Jesús rompió su silencio.
“En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso (Lc 23,43). En esta respuesta puede apreciarse cómo Jesús decide sobre la suerte eterna de los hombres reafirmando su conciencia de co-poder con Dios al que antes ha invocado como Padre coparticipando de su condición divina. El acto de perdonar pecados era considerado como un atributo exclusivo de Dios y Jesús responde convencido desde la cruz de que ese poder le corresponde. Es obvio que el término “paraíso” o jardín evoca inmediatamente la idea de felicidad sin fin fuera del marco del espacio y del tiempo. En esta respuesta veo un ejemplo práctico en el que cabe identificar la estructura teológica del Sacramento de la Penitencia o Reconciliación. 1) El ladrón reconoce a Cristo por lo menos como hombre directamente vinculado a Dios. 2) El ladrón reconoce sus propios pecados ante Él. 3) Confiesa sus pecados, manifiesta sus sentimientos de justicia y se arrepiente de sus malas acciones ante Cristo. 4) Cristo, por su parte, condena el pecado y absuelve al pecador reabriéndole el camino de la salvación del que se había alejado. Por otra parte, Jesús no muere abandonado de los suyos más íntimos. Allí estaba su madre ante cuya presencia se vio obligado a romper una vez más su elocuente silencio.

Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Y dirigiéndose a Juan: “Ahí tienes a tu madre” (Jn 19,25-27). ¿Eran tres o cuatro las mujeres que con Juan siguieron de cerca la agonía de Cristo en la cruz? Los soldados tenían la orden de custodiar de cerca a los crucificados para evitar posibles altercados o que fueran desclavados por la gente. Al principio a María y las piadosas mujeres no les quedó otra alternativa que la de mantenerse a una distancia prudencial del mortífero escenario (Mt 15,40). Luego el centurión las permitió acercarse a la cruz (Mc 15,44-45). ¿Qué molestias podían causar a las fuerzas de seguridad estas mujeres? Por otra parte Jesús estaba ya a punto de expirar. Todo parece indicar que al centurión no le faltaron sentimientos de humanidad ante aquel macabro espectáculo de la crucifixión de Cristo. Por otra parte María era ya viuda de José y Jesús era su único hijo. Así las cosas, se comprende que Jesús pidiera a Juan que cuidara de su madre una vez que faltara Él, y a su madre que cuidara de Juan. Literalmente se trataba de una solicitud mutua en los asuntos materiales del día a día. Pero las palabras de Cristo y su conducta tenían siempre un significado trascendente más allá de la materia, el tiempo y el espacio. Los cristianos así lo entendieron desde el primer momento y de ahí que en el siglo XI al significado temporal de la petición de Jesús a su madre y a Juan se añadiera otro trascendente implicado en el anterior. Es lo que se conoce como maternidad espiritual de María sobre todos los hombres.

Este enfoque interpretativo se impuso en la práctica al anterior, sostenido por S. Juan Crisóstomo, S. Cirilo de Alejandría y S. Agustín, a partir del siglo XV sancionado por Dionisio el Cartujano en su famosa Vita Christi. Sobre la maternidad espiritual de la madre de Jesús en los tiempos modernos el Papa Pío XII escribió en 1942 lo siguiente: “Jesucristo mismo, desde lo alto de la cruz, quiso ratificar, por un don simbólico y eficaz, la maternidad espiritual de María con relación a los hombres, cuando pronunció aquellas memorables palabras: . En la persona del discípulo predilecto confiaba también toda la cristiandad a la Santísima Virgen”. La experiencia espiritual de muchas personas a lo largo de la historia del cristianismo confirma el efecto consolador que produce el recuerdo amoroso de la madre de Jesús en los momentos críticos de la vida. En tal sentido cabe afirmar metafóricamente que María es madre espiritual de la Iglesia y de todos los seres humanos que amorosamente invocan su nombre. Pero la respiración del Señor era ya muy fatigosa y prorrumpió en un profundo suspiro de alivio.

“Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado” (Mt 27,46). ¿Desesperación? Nada de eso. Es una frase del salmo 21 en el cual se expresan mesiánicamente los sufrimientos del Señor. Cabe pensar que expresa el dolor humano que Jesús ofrece amorosamente al Padre en favor de todos los seres humanos. Jesús no estaba solo sino cumpliendo conscientemente cuanto estaba previsto en las Escrituras sobre la venida del Mesías Redentor descrito en Isaías de acuerdo con la voluntad del Padre: “He aquí que mi Siervo prosperará, será elevado, ensalzado y puesto muy alto. Como de él se pasmaron muchos, tan desfigurado estaba su aspecto, que no parecía ser de hombre, así se admirarán muchos pueblos, y los reyes cerrarán ante él su boca, porque vieron lo que no se les había contado y comprendieron lo que no habían oído. ¿Quién creerá lo que hemos oído?, ¿A quién fue revelado el brazo de Yahvé? Sube ante él como un retoño, como raíz de tierra árida. No hay en él parecer, no hay hermosura para que le miremos, ni apariencia para que en él nos complazcamos. Despreciado y abandonado de los hombres, varón de dolores y familiarizado con el sufrimiento, y como uno ante el cual se oculta el rostro, menospreciado sin que le tengamos en cuenta. Pero fue él ciertamente quien soportó nuestros sufrimientos, y cargó con nuestros dolores, mientras que nosotros le tuvimos por castigado, herido por Dios y abatido. Fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados. El castigo de nuestra paz fue sobre él, y en sus llagas hemos sido curados. Todos nosotros andábamos errantes como ovejas, siguiendo cada uno su camino, y Yahvé cargó sobre él la iniquidad de todos nosotros. Maltratado, mas él se sometió, no abrió la boca, como cordero llevado al matadero, como oveja muda ante los trasquiladores. Fue arrebatado por un juicio inicuo, sin que nadie defendiera su causa, pues fue arrancado de la tierra de los vivientes y herido de muerte por el crimen de su pueblo.

Dispuesta estaba entre los impíos su sepultura y fue en la muerte igualado a los malhechores, a pesar de no haber cometido maldad ni haber mentira en su boca. Quiso Yahvé quebrantarle con padecimientos. Ofreciendo su vida en sacrificio por el pecado, verá descendencia que prolongará sus días, y el deseo de Yahvé prosperará en sus manos. Por la fatiga de su alma verá y se saciará de su conocimiento. El Justo, mi Siervo, justificará a muchos y cargará con las iniquidades de ellos. Por eso yo le daré por parte suya muchedumbres y dividirá la presa con los poderosos por haberse entregado a la muerte y haber sido contado entre los pecadores, llevando sobre sí los pecados de muchos e intercediendo por los pecadores” (Is 52,19-15 y 53,1-12). Así habló Isaías siete siglos antes del sufrido y amoroso Mesías prometido tan distinto del Mesías político y mundano oficialmente esperado por las autoridades judías de su tiempo. Su final se acercaba y de ahí que Jesús se apresurara antes de expirar a pronunciar las últimas palabras consciente de que no había tiempo para más.
“Tengo sed” (Jn 19,28). Es muy verosímil que el Señor rumiaba mentalmente salmos mesiánicos referidos a su muerte. Por ejemplo: “En mi sed me dieron a beber vinagre” (Ps 68,22). O bien: “Como una teja estaba seca mi garganta y en mis fauces pegada mi lengua (Ps 21,16). De hecho nada había bebido desde la noche anterior y desde el momento de la flagelación no había cesado de perder sangre. Sin olvidar el sudor de muerte y la exposición al sol. Los soldados, que cumplían órdenes pero no habían perdido el sentido de humanidad, se atrevieron a tener un gesto humanitario con el ilustre ajusticiado y uno de ellos quiso ofrecerle un poco de “posca” de la que ellos mismos se servían. Se trataba de un vino aguado o vinagre con agua. Uno de los soldados colocó la esponja que servía de tapón al jarro en la punta de la espada y se la aplicó a los labios. Pero la chusma que merodeaba por allí protestó contra tal gesto de humanidad por parte del soldado y que sólo se tenía con los agonizantes normales para ayudarles a dar el salto final. “Que venga Elías a salvarle”, protestaron irónicamente dejándose llevar por la creencia popular de que el ilustre profeta se haría presente en la inauguración del reino mesiánico. El soldado no tuvo en cuenta para nada la protesta y cabe pensar que, aunque Jesús rechazó gentilmente la oferta, el frescor del agua debió prestarle un ligero alivio. Ahora se comprende mejor aquel consejo suyo de dar de comer y beber al hambriento y al sediento. O también aquello de que lo que hagáis a uno de los más pequeños y desamparados a mí me lo hacéis. Pero los minutos estaban contados y no había tiempo que perder. Por eso añadió inmediatamente la sexta y contundente frase.
“Todo está consumado” (Jn 19,30). ¿Qué es lo que estaba consumado? Se habían consumado todas las profecías referidas a su pasión así como las predicciones que Él mismo había hecho en diversas ocasiones a sus discípulos sobre su propia muerte y que ellos no habían comprendido. Pero el tiempo no daba para más y concluyó: Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu (Jn 23,46). E inclinando la cabeza expiró. Estas últimas palabras fueron pronunciadas en voz alta agotando con ellas toda la energía vital que le quedaba. Leyendo entre líneas el relato de la pasión y muerte cabe pensar que Jesús murió de hecho cuando consideró que todo lo que tenía que hacer estaba hecho. Él fue consciente de que había llegado su hora ni un minuto antes ni después de lo debido. Y lo de siempre. Después de muerto todos se apuntaron cínicamente a los elogios del finado. “Verdaderamente este era un hombre justo” y muchos entre la muchedumbre se daban golpes de pecho protagonizando un espectáculo de hipocresía colectiva. Hubo un valiente, todo hay que decirlo, José de Arimatea, que se jugó el tipo acogiendo el cadáver. Y un cobarde mayor, Pilatos, el gobernador romano. Luego llegaron los aromas y los servicios de embalsamaje por parte de sus amigas incondicionales. Pero volvamos al Viernes Santo.

Pasado el sábado, muy de mañana, al alborear del primer día de la semana, María Magdalena, Juana y María la de Santiago y otras buenas mujeres de entre las que Jesús había curado o que le servían con sus bienes materiales, terminado el ritual reposo sabático, volvieron al sepulcro para ver a Jesús y terminar de embalsamar amorosamente su cuerpo. Todo hace pensar que no sabían que había sido puesta una guardia oficial para evitar el posible robo del cuerpo de Jesús. De ahí sus comentarios sobre cómo remover la piedra con la que había sido bloqueada la entrada al sepulcro. De hecho, tan pronto llegaron al lugar y vieron que la piedra había sido movida y el sepulcro vacío, pensaron inmediatamente en el robo. La entrada en escena del ángel está muy dentro del contexto de la historia sagrada y aquí significa un procedimiento milagroso para poner en evidencia la inutilidad del piquete de guardia ante un acontecimiento que tenía lugar por encima de todos los poderes y cálculos humanos. Por otra parte me pareció oportuno destacar el hecho de que esta gran noticia fuera confiada de primera mano por Jesús a estas mujeres amigas suyas incondicionales. Destaqué también el protagonismo de Pedro a la hora de la verificación de la noticia en lugar de divulgarla de forma sensacionalista e irresponsable.

Está claro que el primer anuncio de la resurrección de Cristo fue hecho por mujeres. Ellas fueron las “reporteras” que recibieron la exclusiva de tan excepcional noticia y Pedro el primero que la investigó y contrastó sobre el terreno. Recibida la noticia de las mujeres con las comprensibles cautelas, Pedro y Juan se apresuraron a visitar el sepulcro. Era lógico que, por razón de la edad, Juan llegara antes y Pedro después. Pero Juan espera a que llegue Pedro como si fuera a él, a Pedro, a quien correspondía verificar la noticia para confirmar en la fe a los suyos como Cristo en su momento le había pedido. Pedro constató que las cosas dentro del sepulcro vacío estaban demasiado en orden para pensar que el cuerpo del Señor había sido robado. Sabía que habían puesto un piquete de guardia para evitar el robo y que a un cuerpo enterrado no se lo trasportaba desfajado y desatado de pies y manos. Después de Pedro entró Juan y también creyó. ¿En qué? Desde luego que Cristo había desaparecido del sepulcro y no porque su cuerpo hubiera sido robado. En aquel momento Juan creyó en todo lo que Cristo les había dicho repetidas veces sobre su futura muerte y resurrección. Todo ello terminaba de cumplirse al pie de la letra. Es lógico que, una vez terminada la verificación de la gran noticia “in situ” Pedro y Juan fueran a reunirse con los otros apóstoles para tomar las decisiones oportunas ante la realidad de los acontecimientos (Jn 20,3-10; 21,19). NICETO BLÁZQUEZ, O.P.